Por JOAN COROMINAS
La utilización del agua, con esfuerzo e ingenio, ha sido una constante histórica en el desarrollo de nuestras sociedades mediterráneas. Se han ido desarrollando elementos culturales e instituciones que han velado por un equilibrio, inestable frecuentemente, entre los diversos intereses contrapuestos en su uso y apropiación. El desarrollo tecnológico, desde finales del siglo XIX ha propiciado una explotación creciente y acelerada, de los recursos hídricos que han conducido a un deterioro grave de los ecosistemas hídricos. Hemos pasado de usar un 2,5% de los recursos hídricos naturales a detraer del flujo hidrológico un 43,8% en la actualidad. Como consecuencia hemos deteriorado nuestros ríos, humedales y acuíferos, detrayéndoles gran parte de los recursos, contaminando sus aguas y destruyendo los ecosistemas ribereños: incumpliendo la Directiva Marco de Agua, según los Planes Hidrológicos de Demarcación (2016-2021) han alcanzado el buen estado ecológico el 44% de todas las masas de agua andaluzas, cuando debían haber recuperado el buen estado en 2010 su totalidad, y estamos lejos de avanzar en la mejora de las mismas en el período de prórroga legal hasta 2027.
El gran esfuerzo de construcción de embalses (73 grandes embalses con una capacidad de 11922 hm3, cantidad que supera las aportaciones medias de nuestros ríos) y la apertura de pozos profundos, ha permitido un crecimiento, muchas veces descontrolado de las demandas, especialmente para el regadío que alcanza 1,11 millones de ha (Inventario de regadíos de Andalucía 2008). Pero esta abundancia de recursos hídricos no ha impedido que estemos gravemente afectados por las sequías recurrentes: baste recordar la intensa sequía de 1992 a 1996 que ocasionó graves y duraderas restricciones a dos terceras partes de nuestra población. En los abastecimientos la concienciación ciudadana, la mejora de la gestión y de las infraestructuras, han alejado los riesgos de restricciones de nuestros abastecimientos. Como ejemplo de éxito, Sevilla y su Area Metropolitana en las últimas tres décadas ha disminuido el consumo por habitante en un 39% y la aducción desde los embalses en un 44%.
No ha sido así en nuestros regadíos, que según el Plan Especial de Sequías del Guadalquivir (2018), el 54% de los meses están en situación de prealerta, alerta o emergencia en la disponibilidad de los recursos hídricos necesarios.
Al mismo tiempo la ocupación del territorio, para usos urbanísticos y agrícolas, en las cercanías de cauces y de la llanura litoral han aumentado exponencialmente los impactos de las inundaciones, propias de nuestros ríos mediterráneos, en momentos de fuertes crecidas. Tenemos reciente en la memoria las inundaciones del comienzo de este otoño en el litoral mediterráneo.
El cambio climático afectará a las áreas mediterráneas con más intensidad que al norte de la península, según los diversos modelos de simulación de sus efectos. Para el horizonte de 2050, en relación al año de referencia 2010, el crecimiento de la temperatura será del orden de 1,7º y la precipitación disminuirá en un 2,4%: el efecto combinado de una mayor evapotranspiración de la vegetación (ligada a la temperatura) y la disminución de la lluvia provocará una minoración de la escorrentía de nuestros ríos entre un 15 a 20%, una mayor demanda de agua por los regadíos, lo que conllevará que deba descender la superficie en regadío del orden del 25%. Los fenómenos extremos de sequías e inundaciones aumentarán su frecuencia y virulencia.
En el ciclo del agua se trata de iniciar una Transición hídrica, que debe ser justa, para repartir los costes y los beneficios que produzca, minimice los riesgos y proteja a los sectores más vulnerables
Desde el diagnóstico, ya asumido por las administraciones y buena parte de la sociedad, de que estamos muy lejos de alcanzar el buen estado ecológico de nuestros ríos, acuíferos, humedales y aguas costeras al que nos obliga la DMA, añadido al hecho de que actualmente tenemos una muy baja garantía para atender las demandas, especialmente del regadío, junto con la respuesta urgente a los impactos del cambio climático a escala mundial, con mayores efectos en nuestro climas mediterráneos, obliga a nuestra sociedad a asumir un nuevo paradigma sobre la gestión del agua (y de todos los recursos naturales), que disminuyan los desequilibrios que hemos producido en su ciclo en el último siglo y nos planteen una nueva manera de convivir en la naturaleza.
En el ciclo del agua se trata de iniciar una Transición hídrica, que debe ser justa, para repartir los costes y los beneficios que produzca, minimice los riesgos y proteja a los sectores más vulnerables. El concepto de transición hídrica justa requiere de una nueva gobernanza del agua en un marco democrático de gestión, control y participación social, que facilite los cambios y disminuya resistencias, marcando un itinerario temporal a medio plazo, que debe iniciarse sin dilación.
Forman parte de los elementos de esta Transición hídrica justa, además de la gobernanza del agua, la aplicación efectiva del derecho humano al agua, los cambios en los modelos de producción y consumo que conduzcan a las adaptaciones de los usos del agua a la consecución del buen estado ecológico de todos los ecosistemas hídricos en el marco del cambio climático, y la adaptación a la mayor intensidad y frecuencia de los fenómenos extremos de sequías e inundaciones.
En Andalucía tenemos que buscar consensos sociales que permitan esta transición justa, asegurando la garantía de los abastecimientos urbanos, adecuando los regadíos con el fin que maximicen la eficiencia social y económica de la menor disponibilidad de agua, y replanteándonos el urbanismo en las proximidades de las zonas inundables y gestionando el suelo para disminuir la erosión. Una tarea que va a encontrar muchas resistencias pero que tiene el aliciente de encarar el futuro próximo respondiendo a los retos del cambio climático y de avanzar hacia una sociedad más democrática, solidaria y sostenible.
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