Antonio J. PORRAS NADALES
Universidad de Sevilla ([1])
SUMARIO. 1. El escenario histórico. 2. La revolución de las comunicaciones. 3. Problemas de la clickdemocracia. 4. Consideraciones finales.
1. EL ESCENARIO HISTÓRICO
El debate sobre la dualidad representación/participación forma parte desde sus mismos orígenes históricos del proceso de democratización del Estado, siguiendo un largo itinerario que, una vez superados los debates teóricos iniciales, discurre en primer lugar a través de un proceso de incremento del sufragio a lo largo del siglo XIX, para proyectarse a partir del siglo XX en torno a nuevas coordenadas: las que marcan el papel de los instrumentos de participación y democracia directa, entendidos como mecanismos complementarios del consolidado modelo de la democracia representativa.
Tal proceso histórico parece expresar, en una visión desde la teoría del Estado, un itinerario de proyección o de presencia creciente de la Sociedad sobre el Estado; aunque su evolución en la práctica presenta ciertamente numerosos altibajos. Del mismo modo que durante el siglo XIX el proceso de incremento del sufragio se fue desplegando a través de un cúmulo de tensiones sociales, conflictos y movilizaciones, que sólo desde una perspectiva histórica amplia se pueden reconducir a una secuencia expansiva lineal y coherente, igualmente las experiencias constitucionales de democracia directa a lo largo del siglo XX experimentan numerosos altibajos: a la gran explosión del modelo de democracia radical de Weimar, con su iniciativa popular, diversas figuras de referéndum, revocatorio, etc., le sigue una clara reconducción en el contexto de posguerra, donde el marco constitucional parece limitarse al referéndum consultivo o al de ratificación de reformas constitucionales. Para reabrir el proceso en las décadas finales de siglo, a partir de las primeras fenomenologías de la crisis del Estado social, en torno a la democracia participativa, proyectada ahora fundamentalmente en las esferas locales o microdemocráticas.
Se supone pues que todo ese largo y complejo proceso ha respondido a un impulso de presencia creciente de la sociedad sobre la esfera pública, atenuando o reduciendo la separación relativa entre ambas instancias.
Más allá del concreto instrumental constitucional desplegado en cada caso o en cada periodo, puede afirmarse que a lo largo del siglo XX ha habido dos formas de concebir este fenómeno histórico de simbiosis progresiva entre Sociedad y Estado. El primero de ellos sería el proyecto que representó inicialmente el corporativismo, entendido como una consecuencia inexorable de la autoorganización de la sociedad más allá del modelo individualista burgués originario, dando lugar a la formación espontánea de ciertos cuerpos intermedios, siguiendo una visión que respondía a viejas tradiciones organicistas. Lo significativo del enfoque corporativista, tan relevante durante las primeras décadas de siglo, no consistía tanto en afirmar el paradigma de una sociedad organizada enfrentada a la tradición individualista de la democracia burguesa, sino más bien en proponer la incorporación de tales estructuras corporativas a la esfera pública: lo que en la práctica histórica de los regímenes fascistas condujo a un proceso de “estatalización” de la sociedad. La posterior versión democrática del ahora llamado corporatismo o neocorporatismo, a partir de Schmitter, pasa a situar tal modelo de sociedad organizada en un contexto puramente democrático, siguiendo la dinámica pluralista de los grupos de presión.
La segunda forma de entender la presencia participativa de la sociedad organizada sobre las esferas públicas sería la que se desarrolla en las décadas finales de siglo a partir de los enfoques del policy analysis, donde el modelo de la administración adecuada a consensos permite abrir el paso a la participación activa de las redes de usuarios que asumen un nuevo protagonismo en el proceso de la acción pública. Todo ello operando dentro de un esquema triangular, donde la presencia del tejido social debe ser orquestada desde la propia esfera pública, contando finalmente con la presencia del conocimiento experto. En este caso, la posición activa de la sociedad organizada responde más bien a su condición de receptora de políticas o servicios públicos, ya sean de dimensión regulativa o prestacional, implicando una participación dispersa y capilar que debe ser orquestada desde la propia esfera pública. Un escenario que se ajusta adecuadamente a las exigencias democráticas del Estado social intervencionista en su fase avanzada, implicando una presencia creciente de la sociedad sobre la esfera pública.
En ambos casos se supone que los intereses colectivos organizados que van a asumir un rol activo para proyectarse sobre la esfera pública serán siempre un tipo intereses concentrados, o al menos socialmente bien delimitados. Lo que implica, en sentido negativo, un factor de riesgo: la posible existencia de esferas sociales marginales, difusas o no organizadas, o incluso en su caso de mayorías silenciosas, que carecerían al final de una presencia activa directa sobre la esfera pública. Para la teoría de la democracia, el riesgo resulta evidente: las minorías activistas pueden llegar a “capturar” cualquier proceso de decisión pública para colocar a las instituciones al servicio de sus propios y egoístas intereses, y no al servicio de la mayoría; o, en todo caso, prescindiendo de posibles intereses difusos o marginales que carecen de cauces de presencia directa sobre los procesos de decisión. Un tipo de problema que se reproduce igualmente cuando los intereses concentrados se inspiran en un soporte diferencial de carácter identitario.
En un Estado democrático se supone que la superposición complementaria del circuito participativo con el representativo permite en todo caso que los intereses difusos o no organizados sean tutelados, aunque sea subsidiariamente, por la clase política gobernante; la cual, a través del sufragio, incorpora al final toda una generalidad de intereses de donde surge el proyecto de la propia mayoría. En este contexto, y operando desde la perspectiva de un buen gobierno, se entiende que la dinámica participativa de los distintos actores afectados por una política pública (sean intereses organizados al modo de grupos de presión o puras redes de usuarios de servicios públicos) genera siempre dos ventajas añadidas: incrementar el grado de legitimación y el nivel de eficacia de la acción pública. Por lo tanto, serían elementos imprescindibles para avanzar hacia el ideal de un buen gobierno en un entorno democrático avanzado.
Sin embargo, desde el punto de vista procesal u operativo los problemas resultan ser otros: y es que, aun aceptando que la clase gobernante esté dispuesta a dejarse penetrar en su esfera de decisión monopólica por el entramado participativo de la sociedad, al final el propio incremento de los circuitos de participación, donde se incorporan todo el complejo de actores sociales comprometidos en una determinada política pública, supone un incremento paralelo de los puntos de veto potencial sobre la acción pública, produciendo riesgos emergentes de bloqueo. O sea, el incremento de la intensidad democrática supondría, al aumentar el número de actores o de sujetos activos presentes en todo proceso de acción pública, hacer derivar la dinámica del sistema hacia un marco donde los programas intervencionistas innovadores corren el riesgo de quedar empantanados debido a la multiplicación de los puntos de veto: en definitiva, el riesgo de hacer derivar la dinámica del sistema hacia una emergente lógica de no-acción.
En un Estado democrático se supone que la superposición complementaria del circuito participativo con el representativo permite en todo caso que los intereses difusos o no organizados sean tutelados, aunque sea subsidiariamente, por la clase política gobernante; la cual, a través del sufragio, incorpora al final toda una generalidad de intereses de donde surge el proyecto de la propia mayoría
Así pues, parece que el desarrollo democrático avanzado implicando una presencia progresiva de circuitos participativos sobre las esferas de decisión pública, se traduciría en un incremento paralelo del grado de entropía del sistema: lo que dificulta toda visión simplificada de la acción de gobierno, con el riesgo de llegar incluso a obstaculizar en la práctica la operatividad del mismo.
2. LA REVOLUCIÓN DE LAS COMUNICACIONES
Se supone que a comienzos del siglo XXI la revolución tecnológica de internet ha venido a modificar sustancialmente este escenario de partida, abriendo nuevos cauces a la dinámica de participación democrática. Aunque este proceso se sitúa en principio dentro de una concreta coordenada histórica que parece haber conducido en primer lugar al desgaste del circuito políticorepresentativo como consecuencia de los numerosos casos de corrupción que han asolado las democracias durante las últimas décadas. Lo que estaría dando lugar alternativamente a una renovada oleada de prestigio de los circuitos participativos, entendidos ahora como nueva alternativa global a la representación política.
Sin embargo la auténtica novedad sería más bien la que procede de la revolución tecnológica de las comunicaciones, con la introducción de una dinámica de redes que colocan al ciudadano en un entorno de mayor protagonismo activo, proyectado ahora de forma instantánea y directa en una dimensión potencialmente globalizada. Teóricamente se supone que el soporte técnico necesario para tal intensificación democrática estaría ya plenamente disponible, desde el momento en que cualquier ciudadano dispone de un terminal que lo coloca, a través de las plataformas de internet, en una posición de sujeto activo ante su entorno global. En consecuencia, la necesidad de una agrupación colectiva previa, entendida como requisito para poder canalizar la acción, se convierte en un factor secundario a la hora de iniciar una dinámica democrática directa y participativa, para ser sustituida por una simple app: el sujeto individual se coloca ahora en una posición de receptor/actor instantáneo e inmediato, operando a toque de click ante un entorno globalizado y multinivel.
Ciertamente la idea de que la mera disponibilidad de soportes tecnológicos constituya por sí misma una panacea mágica capaz de resolver todos los asuntos pendientes en el desarrollo de la democracia avanzada, resulta algo precipitada. Es cierto que, de entrada, la red ofrece un tipo de soporte inmediato para la manifestación colectiva de una voluntad: lo que genera resultados positivos evidentes en el caso, por ejemplo, de instrumentos como la iniciativa legislativa popular, o en cierto tipo de consultas participativas. Del mismo modo que la capacidad de movilización colectiva en casos de protestas o agitaciones sociales se ve claramente apoyada y reforzada por la dinámica de redes, como se ha comprobado desde comienzos de siglo en las revoluciones de los colores o en la primavera árabe.
Ahora bien, si se trata de entender la nueva disponibilidad tecnológica no ya como un tipo de plataforma instrumental al servicio de los mecanismos democráticos preexistentes, sino más bien como un soporte general para la configuración de todo un “nuevo” sistema, parece evidente que aparecen numerosas incertidumbres.
La idea de que a través de la innovación tecnológica de las comunicaciones la democracia participativa directa pueda aparecerse ahora como un “mejor” modelo para la configuración y expresión de la voluntad general se monta sobre un postulado implícito previo: la presunción de que en el siglo XXI la ciudadanía habría alcanzado ya su definitiva mayoría de edad, adquiriendo un tipo de conocimiento (o una disponibilidad de conocimiento) suficiente sobre los asuntos públicos: lo que permitiría prescindir de estructuras deliberativas intermedias, para asumir ya una capacidad de decisión directa. El ciudadano con acceso inmediato a la red se habría convertido pues en el auténtico ideal del citoyen rousseauniano: una especie de Superman dotado de una clarividencia sin límites y con plena capacidad para responder de forma inmediata a cualquier decisión, por muy compleja que sea, relacionada con la cosa pública.
Por muy positiva que sea nuestra valoración del desarrollo cultural contemporáneo y por muchas virtudes mágicas que se atribuyan a la capacidad de acceso instantáneo al “conocimiento” que ofrece la red, no parece que semejante horizonte utópico se haya alcanzado aún en el mundo globalizado. Se ha repetido hasta la saciedad el dato de que la red es capaz de ofrecer información, pero no conocimiento: aunque, naturalmente, la disponibilidad de información suponga un cambio cualitativo sustancial respecto de épocas anteriores, permitiendo una mejor posición activa por parte de la ciudadanía. Se ha insistido también en la necesidad de estructuras deliberativas y reflexivas, así como de un conocimiento experto, como exigencias inherentes al desarrollo democrático contemporáneo; aunque se supone que el nuevo entorno informativo puede permitir acaso fórmulas deliberativas originales, al mismo tiempo que multiplica las posibilidades de acceso a nuevos entornos cualificados, es decir, a cierto tipo de webs o de redes capaces de ofrecer algún tipo de “conocimiento” experto. Por otra parte, la idea de que el desarrollo educativo y cultural haya conseguido eliminar de forma generalizada todo lastre de ignorancia, asegurando una formación intelectual suficiente de todos y cada uno de los ciudadanos, constituye un ideal optimista difuso y discutible que, más allá de un utópico futurible, apenas puede sostenerse de forma consistente.
Por muy positiva que sea nuestra valoración del desarrollo cultural contemporáneo y por muchas virtudes mágicas que se atribuyan a la capacidad de acceso instantáneo al “conocimiento” que ofrece la red, no parece que semejante horizonte utópico se haya alcanzado aún en el mundo globalizado
Por ello, en segundo lugar, se plantea la hipótesis de si los nuevos soportes de red pueden convertirse no ya en unos instrumentos de acción o decisión directa y global, sino más bien en una plataforma alternativa capaz de conformar de forma más o menos instantánea una nueva opinión pública superadora de los riesgos selectivos o manipulativos presentes en los sistemas anteriores. Es decir, si tras la red global comienza a emerger una suerte de nueva “mano invisible” que debería permitir la formación y expresión de una opinión pública autoconformada directamente, susceptible de proyectarse de una forma participativa y atomizada a escala global, relativamente al margen de las esferas deliberativas (o manipulativas) intermedias preexistentes.
Es cierto que el desarrollo tecnológico ha condicionado a lo largo de la historia distintos modos de configurar la opinión pública, incidiendo sobre el propio desarrollo evolutivo de la democracia: la prensa escrita, la radio o la televisión fueron en el pasado las principales oleadas innovadoras. Cada una de ellas implicó en efecto una nueva apertura comunicativa, con un aumento paralelo del grado de visualización o de transparencia del sistema, suscitando así un incremento adicional de la presencia activa de la sociedad sobre la esfera pública. El sistema atomizado y concurrencial de la prensa escrita liberal, con su proyección deliberativa en los cafés o clubs de debate, representó ciertamente un momento más o menos ideal, como ha recordado Habermas, que resulta alterado sustancialmente tras la creación de las grandes cadenas de comunicación a lo largo del siglo XX. Una innovación que, al mismo tiempo que generaba plataformas dotadas de una mayor capacidad de proyección mediática con el apogeo radiotelevisivo, suscitaba también un mayor riesgo de manipulación general en el proceso de formación de la opinión pública.
Teóricamente la emergencia del nuevo sistema de red implicaría un sustancial salto cualitativo al permitir la recuperación de la soberanía individual de cada sujeto, que se convierte ahora en un actor inmediato en la red global. Lo que implicaría la posibilidad de prescindir de las plataformas intermedias de las grandes cadenas de comunicación, controladas por grupos económicos multinacionales con capacidad para “dirigir” a la opinión pública por su gran nivel de impacto sobre las masas de espectadores pasivos.
Aunque debe recordarse que el ideal de una red mundial autosuficiente constituye todavía un escenario emergente, que se superpone a las estructuras preestablecidas y en particular al gran apogeo alcanzado por la televisión desde finales del siglo XX. En la práctica, la posición del anterior espectador pasivo quedaría ahora alterada por la existencia de grados incrementales de protagonismo: desde la simple presencia en las cuotas de share, pasando por la serie de likes individualizados, hasta alcanzar la auténtica condición de actor/emisor en la red.
Mientras tanto, si analizamos sus primeros pasos, el ideal de una gran red deliberativa atomizada, conformada de forma libre y global a través de la red de internet, no parece resistir adecuadamente los envites de la propia experiencia. No ya por la interferencia cotidiana de trolls o de hackers, o incluso de ocultas organizaciones que operan en el oscuro trasfondo de una guerra cibernética, sino porque el propio rol de protagonismo activo que asumen los actores en red parece derivar en una suerte de espontaneidad impremeditada y escasamente reflexiva, bastante ajena a lo que sería una lógica deliberativa abierta y consistente. Bien lejos de ensoñaciones rousseaunianas y de nobles horizontes deliberativos, el protagonismo activo del nuevo citoyen cibernético parece moverse más bien en la espontánea y tormentosa perspectiva del egoísta apasionado o del replicante impertinente e irreflexivo. Mientras que los postulados propios de un entorno deliberativo ideal y abierto, o bien asumen una posición marginal, o acaso no tienen más remedio que acabar refugiándose en el confortable ámbito teórico de la pura filosofía. A lo que se une el dato evidente de que la mayor parte de las redes conformadas en la práctica vía internet se construyen en realidad para operar en entornos comunicativos inmediatos, localistas o endocentrados, muy lejos de la teórica universalidad que ofrece la red.
Y así finalmente nos enfrentamos a un escenario cotidiano donde los circuitos de red se mueven en un entorno muy alejado del ideal de una información veraz globalizada, capaz de formar una opinión cosmopolita y abierta, para acabar convertidos en la práctica en simples canales por donde circulan todos los flujos de información del sistema: desde nobles ideales o altos valores culturales y artísticos, hasta las más sucias cañerías alimentadas por el señuelo de la posverdad.
3. PROBLEMAS DE LA CLICKDEMOCRACIA
Un balance equilibrado de la situación nos ofrecería pues un panorama donde, pese a todos sus riesgos e inconvenientes, la perspectiva de una gran red participada por todos y operando en un circuito de dimensión mundial, se configura como una suerte de espejismo colectivo tras el que emerge el noble ideal de una auténtica plataforma comunicativa universal, abierta e inclusiva, capaz de desbordar todas las barreras del pasado. Un horizonte utópico desde el que se haría congruente el atractivo ideal de un circuito democrático mundial al alcance de todos, donde la ancestral dualidad entre participación y representación tendría que reajustarse sobre nuevas coordenadas.
Ahora bien, aunque la sensación de rotunda novedad histórica que trae consigo la revolución tecnológica de las comunicaciones constituya ciertamente un factor de impulso razonable hacia la democratización del sistema, su consolidación histórica a medio plazo exige tener en cuenta ciertos elementos de riesgo: al menos (A) por una parte la capacidad de resistencia inercial del sistema institucional preestablecido; y por otra (B) las ventajas o debilidades que el nuevo universo de la intercomunicación global instantánea aporta a los sistemas democráticos existentes.
- En el primer ámbito, y aun aceptando una visión positiva de este escenario utópico casi al alcance de la mano, se entiende que las esferas institucionales y los circuitos de poder preestablecidos deberán experimentar un proceso de readaptación o reajuste al nuevo orden histórico. Todo un desafío problemático que, sin embargo, se suele encarar en la práctica desde un marco de resiliencia: es decir, desde un entorno donde Estados, instituciones y organizaciones mantienen en principio su propia dinámica inercial, para tratar a continuación de adaptarse competitivamente al nuevo entorno socio-tecnológico. Las esferas institucionales se situarían en primera instancia en una dinámica inercial, con el riesgo evidente de caer en un puro autismo: o sea, manteniendo su anterior dinámica funcional y actuando como si los cambios del mundo no existieran: lo que acabaría suscitando una deriva dualista de la realidad, de difícil integración en la práctica. El siguiente paso, consistente en la introducción difusa de instrumentos de participación para operar en la nueva lógica democrática del sistema, parece suscitar en la práctica resultados desiguales y hasta ahora bastante insuficientes: ni está claro, por ejemplo, que las primarias hayan democratizado efectivamente a los partidos, al generar una dinámica cesarista o plebiscitaria; ni la iniciativa legislativa popular ha supuesto más que una corrección puntual en la agenda legislativa; ni los canales de apertura participativa de las webs de las agencias públicas parecen imponer procesos efectivos de retroalimentación o de cambio en las agendas de las respectivas políticas públicas; por no hablar de los rotundos fracasos de la más reciente historia del referéndum al nivel comparado. La dinámica del proceso político parece ajustarse en definitiva a la misma lógica competitiva dejándose guiar por su propia autorreferencialidad, sin considerar la dinámica de redes más que como un instrumento de reajuste puntual, o acaso como una plataforma idónea para incrementar su propia dinámica competitiva. La principal novedad de este nuevo entorno residiría entonces en el hecho de que definitivamente el discurso participativodemocrático se habría convertido en la principal panacea legitimadora del sistema, reforzando así el desgaste de los circuitos representativos, pero suscitando al mismo tiempo el riesgo creciente de un uso puramente manipulativo de las nuevas plataformas de red.
Por lo que respecta a la esfera política, la nueva dinámica parece incrementar la tendencia hacia los liderazgos personalizados que, aunque teóricamente generan un nivel de legitimación más adecuado al apogeo audiovisual, suscitan al mismo tiempo un ambiente de inestabilidad y precariedad, cuando no incluso riesgos de deriva populista. En cuanto al ámbito de las políticas públicas, la lógica de la administración adecuada a consensos sigue permitiendo en la práctica multitud de fórmulas de “captura”, donde grupos de interés o redes de activistas bien organizados participan en los procesos de decisión excluyendo a sectores difusos, marginales o no organizados; aunque manteniendo incólume la fachada de la participación y el consenso como soporte legitimador de la acción. De un modo parecido sucede en la dinámica de las grandes corporaciones privadas, donde se apuesta habitualmente por la apertura de numerosos circuitos participativos que, en la práctica, operan más bien como auténticos soportes-fachada de efecto placebo tras los que se ocultan o se camuflan, movidas tras los hilos del marketing, las verdaderas claves estratégicas que condicionan toda decisión.
- Del otro lado de la realidad, la red global ofrece un instrumental participativo perfectamente disponible, caracterizado como mínimo por dos avances indiscutibles: la visualización y la instantaneidad. El primero de ellos implicará en principio un progreso consistente en el incremento de la transparencia del sistema, con el proyecto de convertir la realidad en un escenario abierto inmune a las opacidades y particularmente adecuado a la lógica de los liderazgos personalizados. Aunque siempre dentro de los límites que marcan tanto la protección de las esferas de privacidad (progresivamente erosionadas) como el hecho de que la visualización afecta positivamente a los elementos perceptivos, es decir, a la propia información sobre la realidad, pero no al conocimiento profundo de la misma, abriendo así el camino al apogeo de las fake news. En cuanto a la instantaneidad, constituye un factor que responde adecuadamente a la aceleración general de la dinámica histórica y al atractivo social de las respuestas inmediatas, en un ambiente que se ajusta a la cultura mediática dominante; pero constituye un inconveniente cuando se trata de suscitar marcos cognoscitivos o de reflexión que ofrezcan un mejor conocimiento de la propia realidad y, en consecuencia, una mejor capacidad de respuesta ante la misma. Las respuestas instantáneas al estilo del “gobierno-tuit” generan sin duda un gran atractivo social inmediato, pero corren el riesgo de caer bajo la dependencia de la cambiante agenda mediática, cuando no en una deriva de precipitación o error. O bien pueden llegar incluso a convertirse en auténticas respuestas virtuales, con capacidad para incidir visualmente con un efecto legitimador positivo sobre la opinión pública, pero careciendo al final de un instrumentación operativa que permita impactar sobre la propia realidad.
El escenario resultante ofrecería un marco adecuado para la percepción inmediata de la realidad o para la trasmisión de información visualizada sobre la misma, pero dificultando la formación de perspectivas interpretativas o de una comprensión general del complejo entorno existente, así como la posibilidad de generar respuestas suficientes ante la misma. Seguramente un ambiente idóneo para el florecimiento de discursos apocalípticos o fáciles recetas populistas, que se autoalimentan de la sensación de confusión o caos, y de la falsa simplicidad de un tipo de respuestas directas e instantáneas; pero claramente inadecuado para construir visiones interpretativas consistentes, sobre las cuales apoyar una acción de gobierno capaz de responder adecuadamente a los nuevos desafíos históricos. O sea, un entorno donde podremos percibir con detalle la complejidad de los árboles, pero sin tener una perspectiva adecuada para ver el bosque.
En cuanto al sistema comunicativo preexistente -predominantemente radiotelevisivo- parece convertirse en la práctica en un factor de estímulo sobre las propias dinámicas de red: o sea, operando como un combustible que se inyecta sobre ciertas informaciones de la red, incrementando su capacidad explosiva o de resonancia mediante su incorporación a los flashes del prime time. Por lo tanto, opera como un mecanismo selectivo que permite autoalimentar determinados circuitos de la información global, dejando en la sombra a otros. De este modo resultaría que el incremento de la visualización acaba sirviendo en la práctica para intensificar la espectacularidad y el atractivo mediático, pero sin afectar apenas de forma paralela al grado de transparencia general del sistema: la lógica cotidiana de los escándalos o los sacrificios colectivos de chivos expiatorios, se convierten así en la atractiva carnaza que autoalimenta cotidianamente el sistema.
De este modo, la lógica multipolar de los debates participativos en red, carentes de límites procesales o de controles sustantivos, pueden acabar decayendo en una dinámica de tensionamiento colectivo, donde con frecuencia predomina la lógica de la posverdad, la búsqueda de chivos expiatorios o la pura manipulación difusa y generalizada
En definitiva los nuevos soportes tecnológicos no consiguen superar por ahora ciertas debilidades o insuficiencias del sistema de comunicación, desplegando un entorno donde las fronteras entre información, opinión y conocimiento parecen quedar diluidas, y donde se hace especialmente patente el desajuste entre capacidad de acumulación de información y capacidad de procesamiento de la misma, en forma de conocimiento. De este modo, la lógica multipolar de los debates participativos en red, carentes de límites procesales o de controles sustantivos, pueden acabar decayendo en una dinámica de tensionamiento colectivo, donde con frecuencia predomina la lógica de la posverdad, la búsqueda de chivos expiatorios o la pura manipulación difusa y generalizada. La noble dinámica de la participación activa operada de forma directa sobre los nuevos soportes tecnológicos correrá entonces el riesgo de acabar convirtiéndose en un instrumento placebo de uso generalizado, suscitando un escenario virtual de visualización instantánea y de apariencia democrática que, en la práctica, puede acabar sirviendo para legitimar la autorreproducción del sistema sin que en rigor su grado de transparencia se haya incrementado sustancialmente. Parafraseando así el fenómeno denominado a partir de Sunstein como “nudge”, nuestro grado de aceptación colectiva de las decisiones de instituciones u organizaciones se fundamentaría en el simple hecho de haber clickeado en algún momento un like en alguna plataforma atractiva. La democracia posada sobre el dedo en el ratón. Y la magia de internet a riesgo de convertirse en un puro instrumento fachada operando en una dinámica de manipulación generalizada a la que, como puro efecto placebo, atribuimos ciertas virtudes mágicas.
4. CONSIDERACIONES FINALES
El impacto general de toda esta amplia fenomenología sobre las democracias contemporáneas se mueve pues en una dinámica compleja donde en principio podríamos sugerir la presencia de dos estrategias alternativas en términos históricos, la evolutiva y la transformadora. Desde la primera, se trataría de avanzar en un proceso de tipo incrementalista, donde los hallazgos tecnológicos y los impulsos participativos deben incorporarse como elementos complementarios al entramado institucional preexistente, en términos de crecimiento potencial de la calidad democrática del sistema, pero operando dentro de las pautas preestablecidas. Desde la perspectiva transformadora, se trataría más bien de avanzar experimentalmente en fórmulas alternativas de tipo radical, cuyo campo de prueba más significativo serían por ahora los ámbitos locales o microdemocráticos; mientras que las experiencias de democratización general en la esfera constitucional (por ejemplo, en el constitucionalismo bolivariano) apenas consiguen consolidarse en términos históricos, como ya sucediera con el caso de Weimar. En ambas hipótesis se entiende pues que existe una cierta dinámica inercial que tiende a reajustar los nuevos espacios democráticos tratando de mejorar el sistema al mismo tiempo que se asegura el propio mantenimiento del mismo: es decir, evitando el riesgo de crisis o colapso de la democracia.
Las innovaciones institucionales se concretarán entonces fundamentalmente en términos de adecuación del sistema a la dinámica de respuestas instantáneas y visualizadas: lo que parece provocar un cierto efecto de desgaste sobre las tradicionales pautas funcionales de planificación estratégica o de impulso político propias de la democracia representativa del siglo XX. Aunque es cierto que, al mismo tiempo, la lógica legitimadora del cumplimiento de promesas por parte de los gobernantes sigue manteniendo una alta presencia legitimadora, sobre todo cuando se trata de promesas personalizadas y no tanto de contenidos programáticos objetivos construidos sobre claves ideológicas preestablecidas. En este ámbito no debería ser ninguna sorpresa el riesgo de que todo proceso de intensificación mediática proyectado sobre las esferas de dirección del gobierno puede acabar transformando los liderazgos personalizados en claros impulsos caudillistas: lo que suscita un preocupante ambiente de enrarecimiento de la democracia.
Parece en cambio más difícil de asimilar por ahora la presencia de esferas institucionales no democráticas, como los tribunales constitucionales o como en general el conocimiento experto, a los que se atribuye siempre un cierto déficit de legitimidad democrática. Aunque ello suponga ignorar la existencia en su seno de procesos deliberativos de segundo grado, que sirven para complementar el proceso de la propia acción pública democrática. En la práctica parece constatarse pues una cierta dificultad para entender el papel de los principales instrumentos de control, lo que implicaría en consecuencia una sorda degradación de la categoría Estado de Derecho, o rule of law. La relativa incapacidad del ciudadano cibernético para distinguir adecuadamente entre conocimiento y opinión, acabaría suscitando crecientes dificultades en este ámbito, impidiendo al final una comprensión adecuada de la lógica de la jerarquía, que sigue operando como un trasfondo en la sombra del sistema. En definitiva, frente a la prístina claridad y transparencia de todo sistema de decisión directa e instantánea, la presencia de entramados deliberativos o de control se acaba entendiendo como un ámbito de complejidad y confusión: donde se conformaría toda esa amplia fenomenología que difusamente suele entenderse como “ruido” sobre el proceso global.
Acaso el problema terminal de esta nueva dinámica histórica oscilaría alrededor de un doble eje: el que enfrenta un plano de la realidad caracterizado por la presencia participativa y la visualización instantánea, expresando un atractivo escenario caleidoscópico plenamente participado desde los infinitos terminales de la red, frente a un ámbito institucional en transformación que, navegando entre el oleaje de la sobrecarga y la entropía, debe tratar de enfrentar algún tipo de acción pública para responder a la creciente multitud de demandas emergentes.
La posibilidad de que esa dualidad conduzca a un auténtico fin del poder, en el sentido de Naim, es decir, a un verdadero desajuste institucional donde se desborden las barreras estatales y los espacios de racionalidad preexistentes, sería ciertamente una hipótesis congruente: con la amenaza añadida de que el fin del poder pueda suponer también el fin de la democracia. La otra hipótesis sería la que se monta más bien sobre el lado amable o divertido de la nueva realidad, mediante el uso de los elementos atractivos o seductivos del nuevo complejo Smart de la comunicación instantánea, donde las complejidades del sistema pueden ser superadas mediante su simplificación virtual. Y al final, esa atractiva dimensión virtual permitiría en todo caso asegurar la legitimación del sistema abriendo nuevas pautas de futuro.
[1] Capítulo del libro M. Carrasco, B. Rodríguez (dir.), La participación ciudadana como pilar del Estado democrático. Posibilidades y límites en el marco de la democracia representativa, Thomson Reuters, 2019, págs. 99-112. En el marco del Proyecto de Investigación «Democracia y Participación Política: Hacia una Redefinición de la Ciudadanía Democrática» (DER2015-66324-P) Ministerio de Economía y Competitividad del Gobierno de España.
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