Por Antonio NARBONA
En 1980 y 1981 aparecieron dos volúmenes (el V y el V.) de un sorprendente Diccionario andaluz biográfico y terminológico (Biblioteca de Ediciones Andaluzas). No me ha sido posible comprobar si hay algún tomo anterior ni si tuvieron continuación. En el Consejo («Colectivo») de Redacción y entre los colaboradores figuran Licenciados en Historia, Filosofía, Filología Clásica, Filología Románica, Ciencias Políticas, un abogado, un escritor, un ensayista, además de fotógrafos y diseñadores. Es director de la obra Antonio Medina Molera, «historiador» y, al parecer, Licenciado en Teología por la Universidad de Comillas y en Filosofía por la de Sevilla. La obra está dedicada «al pueblo andaluz», cuya «resignación» quiere «convertir en rebeldía».
La publicación, que su máximo responsable califica de «polémica», constituye, más bien, un desbarajuste, por lo que tiene de desorden y confusión, y por el desconcierto que produce en los que se acercan a consultarla, que no parece hayan sido ni sean muchos.
No entro en la parte «biográfica», aunque habría que hacerse muchas preguntas, empezando por los criterios de selección, o por qué a Almutamid y a Aben Quzmán se dedica más espacio que a Rafael Alberti.
Pese a que en las cinco páginas de «Introducción» a la sección «terminológica» aparecen reiteradamente lenguaje (en combinaciones diversas, alguna tan llamativa como «longicidad del lenguaje»), lengua, idioma, lingüista, lingüístico, léxico, vocablos, voces, términos, etc., sólo dos de las 600 referencias bibliográficas se ocupan de usos idiomáticos, el Vocabulario andaluz (1951), de Alcalá Venceslada, y el Atlas Lingüístico y Etnográfico de Andalucía (1961-1973), dirigido por Manuel Alvar, que -se dice- «no dejan de ser magnas recopilaciones ampliamente documentadas y de muy variada utilidad, e insuficientes», a cuyos autores «no pareció guiarles un propósito de identidad» [sic]. No caben en tan breve presentación más enunciados sin sentido o disparatados. He aquí un simple botón muestra. Al precisar su objetivo (cómo no, «el estudio de la identidad de Andalucía»), leemos que se abordan «las parcelas más problemáticas y avanzando en los aspectos [sic] y etnia sociológica, histórica y cultural no indoeuropea». Y, por si hubiera quedado alguna «duda», insiste: «el lingüista que quiera conocer el lenguaje [sic] de la nación [sic] andaluza deberá estudiar de forma simultánea las costumbres, instituciones y formas culturales de la misma, más cuando ésta no tiene mucho que ver con lo conocido por indoeuropeo, ni responde a las estructuras de una lengua determinada, por ejemplo, el árabe culto, el castellano de Góngora o el actual».
No era la primera vez que se invertía esfuerzo y dinero en obras carentes de rigor, y, desde luego, no fue la última. Después han visto la luz decenas, centenares de publicaciones perfectamente prescindibles, cuando no enturbiadoras para el conocimiento del andaluz. La Editorial Almuzara ha acogido textos como El idioma [sic] andaluz (2018), de cuyo autor, Miguel Heredia, no sé más que lo que figura en la contraportada, que nació en Torremolinos (Málaga) hace más de 30 años y que «tiene varias novelas de fantasía pendientes de publicación». Podría decirse que imaginación es lo que derrocha al afirmar, por ejemplo, que «el andaluz, con sus 25 vocales [sic], que el pueblo maneja en el día a día de su comunicación verbal, nada tiene que ver con el español». En la misma Editorial han aparecido La lengua [sic] andaluza (2010), de Tomás Gutier (por Gutiérrez), cuyo largo subtítulo no tiene «desperdicio» (Lengua romance que toma como base el latín de la Bética y que se difunde a otros pueblos de la Península Ibérica durante los siglos de Al Ándalus), o dos entregas del Palabrario andaluz (2007, 2009), de David Hidalgo. Y parece decidida a completar la serie de Diccionarios de las hablas por provincias (como si cada una de las ocho constituyera un reino de taifa lingüístico con personalidad propia). Ya están en la calle los de la malagueña [2006], de E. del Pino, la sevillana [2007], de M. González Salas, la granaína [sic] [2008] y la almeriense [2011], ambos de A. Leyva. En el segundo se puede leer que los sevillanos (¿todos?) dicen afoto, aluego, amoto, arradio, bujero, jofifa, vión…, se valen de ca con «significados» varios, como se puede comprobar en an ca Manué; ca uno eh ca uno; ¿cá disho? (con su «plural» ¿c´án disho?), etc.
Me gusta reírme como al que más. Pero si para mostrar la «gracia», no importa caer en el dislate, más que hacer subir la cotización en bolsa (que falta hace) de las formas de expresión de los andaluces, se contribuye (y ¡de qué manera!) a alimentar la fama de «mal hablaos» que se les endilga. Y cuesta mucho levantarla.
Antonio Narbona es Catedrático Emérito de la Universidad de Sevilla. El artículo fue publicado en el diario ABC de Sevilla el 22 de mayo de 2021
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