Por Antonio NARBONA JIMÉNEZ
FORO DEL HABLA ANDALUZA (FHA). Real Academia Sevillana de Buenas Letras (RASBL)
Desde la Real Academia Sevillana de Buenas Letras (RASBL) <academiasevillanadebuenasletras.org>, el Foro del Habla Andaluza (FHA), coordinado por Antonio Narbona, tratará de elaborar un nuevo retrato lingüístico de la Andalucía del siglo XXI, libre de tópicos y estereotipos infundados. Pretende ser un espacio en que se pueda debatir acerca de cuanto concierne a la trayectoria evolutiva y estado actual de las hablas andaluzas, cruciales en la configuración de la identidad de la región, exponer y proponer razonadamente todas las ideas plausibles, sin suponer ni, mucho menos, imponer nada.
Si en casi ningún ámbito se acaba de dar con la óptica que permita entender el salto desde la sima del Tercer Mundo a la cima del Primero que han supuesto los profundos cambios económicos, sociales, políticos y culturales en la región a lo largo de las últimas décadas, en el de los usos idiomáticos, donde es especialmente acentuado el desajuste entre la imagen que se ha ido diseñando y la real, las dificultades se multiplican. Muy lejos estamos de perfilar la nueva teoría perseguida por el Proyecto Nuevo Diagnóstico de Andalucía (NDA).
Tras la aparición, entre 1961 y 1973 (los materiales habían sido recogidos a mediados del siglo pasado), de los seis tomos del Atlas Lingüístico y Etnográfico de Andalucía (ALEA), empresa titánica llevada a cabo por M. Alvar y colaboradores, el número de publicaciones sobre el andaluz ha ido y continúa creciendo exponencialmente (únicamente ha recibido más atención el español de México, país -no región- en el que vive casi la cuarta parte de los hispanohablantes). A los casi 1430 títulos reunidos hace quince años por J. Mondéjar en la segunda edición de su Bibliografía sistemática y cronológica de las hablas andaluzas, hay que agregar ya otros tantos, quizás más. Mientras redacto estas líneas (noviembre de 2020), me llegan dos trabajos que aparecerán próximamente, un Glosario andaluz (separata especial de la Revista Archiletras), dirigido por Lola Pons, Catedrática de la Universidad de Sevilla, en que se comentan brevemente algunas de las cuestiones relevantes, y “El andaluz en la publicidad”, de Elena Leal, también profesora de la Hispalense, así como una reseña del “Estudio de las funciones de la atenuación en hablantes de Málaga con nivel de instrucción alto”, de A. Ávila y Mª Rodríguez Cruces, de la Universidad malagueña. En tan ingente producción, claro es, hay gran diversidad de contenidos y de criterios. Junto a algunas obras de carácter global o general, como El español hablado en Andalucía, de A. Narbona, R. Cano y R. Morillo, de la que ya han aparecido tres ediciones (1998, 2003, 2011), abundan los estudios (basados bastantes de ellos en los datos del ALEA) que se centran en parcelas muy concretas, como La artesanía, las industrias domésticas y los oficios en el campo de Níjar (Almería) (1993), de F. Torres, profesor de la Universidad de Granada, o Ictionimia andaluza. Nombres vernáculos de especies pesqueras del “Mar de Andalucía”, del biólogo A. M. Arias García y la filóloga M. de la Torre, publicado (2019) por el CSIC, con la colaboración de seis Universidades andaluzas. Al lado del pionero Vocabulario andaluz (1934), de A. Alcalá Venceslada, o el muy posterior, y mucho más ambicioso y abarcador, Tesoro léxico de las hablas andaluzas (2000), de M. Alvar Ezquerra, han ido viendo la luz numerosos repertorios léxicos limitados a una comarca (Vocabulario de la Alta Alpujarra, de Mª J. García de Cabañas, 1967), a una localidad (El habla local de Albox, de Mª D. García García, 1998), a un sector (Los arabismos en el léxico andaluz, de T. Garulo, 1983; Estudio histórico de apellidos andaluces medievales, coordinado por J. Mendoza, 2009), etc.
La mayoría de las incontables monografías sobre pronunciación se ocupan, como se verá, de unos pocos y mismos rasgos fonéticos.
En los más de 20 años transcurridos desde la celebración del Congreso del Habla Andaluza en la Universidad de Sevilla (1997), organizado por el ya desaparecido Seminario Permanente del Habla Andaluza, hasta el último en que he participado, el II Congreso Internacional “Investigando las hablas andaluzas”, que -como continuación del organizado en Innsbruck (Austria) un año antes- se celebró en Granada (2019), se han sucedido numerosas reuniones algunas de las cuales he coordinado personalmente, como las tres Jornadas sobre el habla andaluza,en la localidad sevillana de Estepa (2000, 2002 y 2005). En el arranque del presente siglo, se celebraron en la Universidad de Almería unas Jornadas sobre Las hablas andaluzas ante el siglo XXI, cuyas Actas se publicaron en 2002.
Pese a todo, la visión que se tiene del habla andaluza continúa siendo parcial y falseada.
Parcial, porque la atención casi se ha limitado al léxico y la pronunciación (se marginan la sintaxis y la prosodia), y de sólo un sector de una sociedad -rural, atrasada y con un índice elevado de analfabetismo- que poco tiene que ver con la del siglo XXI.
Además, por lo que concierne a la descripción del léxico, la dispersión, la falta de rigor metodológico y el subjetivismo son patentes en la abundante bibliografía. Ni siquiera se ha intentado la actualización de los datos, salvo en contadas ocasiones, como, por ejemplo, con el proyecto VITALEX [“Vitalidad léxica y etnográfica en la Alpujarra (1950-2010)”], puesto en marcha en la Universidad granadina para analizar qué ha pervivido y qué se ha perdido (y, en su caso, por qué se ha sustituido) o pertenece sólo al inventario pasivo de los hablantes en esa comarca, en comparación con lo reflejado en el ALEA. Es seguro que poco se va a parecer al de mediados del siglo pasado el nuevo retrato léxico de Andalucía.
Sin llegar a tanto, en la pronunciación pasa algo no muy diferente. En 2003, R. Morillo nos presentó un “Esbozo de demolingüística dialectal andaluza”, en el que trató de hacer ver el movimiento de las “fronteras” (espaciales y verticales) entre el seseo, el ceceo y la distinción s/z en las últimas décadas. Aparte de aflorar la reducción del segundo (casi a la mitad) y el aumento de la última, la conclusión más relevante era previsible: cualquier intento, en una hipotética planificación, de privilegiar alguna de las tres pautas, chocaría nada menos que con dos tercios de la población andaluza.
He dicho que la imagen también resulta falseada, por la avalancha continua de observaciones erróneas y hasta disparatadas, muchas de ellas acogidas y potenciadas en publicaciones como En defensa de la lengua andaluza, de Tomás Gutier (por Gutiérrez), ¡Ehkardiyea l´armáziga k´ai hugo!, de Huan Porrah Blanko [sic], Así hablamos (también) el español andaluz, de M. González Salas (publicado por la Universidad de Sevilla), etc., que, lejos de aportar algo al conocimiento del andaluz, han venido a obstaculizar o frenar la divulgación en la sociedad de los logros que se iban alcanzando en el ámbito académico, del que, por otra parte, apenas han salido por la incapacidad o falta de voluntad de los propios investigadores.
No se consigue superar la aporía que supone basar en gran medida la caracterización del habla andaluza en hábitos articulatorios que, sin embargo, bien por su falta de prestigio (por ejemplo, pronunciar salsa como [zarza] o [sarsa]),bien por la tensión que genera su aceptación y rechazo al mismo tiempo (como ocurre con la realización de la –s implosiva o final, signo de hablar fino, pero también reflejo de “deslealtad” en los finolis),son descartados para su evaluación.
Tampoco se acaba de aclarar algo que tiene que ver con lo anterior, la tirante coexistencia de dos tipos de juicios incompatibles. Por un lado, el de quienes creen que en Andalucía se habla (aunque a menudo no se haga referencia más que a cómo se pronuncia)muy mal (mú má),y, por otro, el de aquellos que opinan lo contrario, que son los andaluces quienes mejor lo hacen, eso sí, dejando aparte precisamente la pronunciación.
Suele servir de apoyo a estos últimos la idea arraigada del “carácter” o modo de ser y de comportarse de los andaluces, en los que destaca su gracia (o gracejo), donaire, (in)genio, “riqueza expresiva”… Pero con ello, el andaluz termina camuflado bajo el ancho y difuso manto de lo andaluz. Además, aparte de que nadie tiene la exclusiva de la gracia (hay excelentes humoristas catalanes, manchegos, argentinos…) y de que no pocos andaluces carecemos de chispa ¿qué decir de la “malafoyá” de aquellos granaínos que a cada paso sueltan poya (su palabra “estrella”), o la cansina y chirriante repetición de pisha en boca de ciertos gaditanos?
Tampoco se acaba de aclarar algo que tiene que ver con lo anterior, la tirante coexistencia de dos tipos de juicios incompatibles. Por un lado, el de quienes creen que en Andalucía se habla (aunque a menudo no se haga referencia más que a cómo se pronuncia) muy mal (mú má),y, por otro, el de aquellos que opinan lo contrario, que son los andaluces quienes mejor lo hacen, eso sí, dejando aparte precisamente la pronunciación.
Las inexactitudes, falacias y errores se divulgan tanto más rápida y fácilmente cuanto más encomiástica sea la “tapadera” con que se quiere encubrir, disimular o difuminar el desprestigio o falta de aceptación de los usos idiomáticos. Así, por ejemplo, se juzga favorablemente el acortamiento de sustancia fónica en la cadena sintagmática, pero, salvo la creencia –falsa- de que implica “ahorro” o “economía, nadie dice por qué es mejor, o preferible, pabahodertó que para abajo del todo.
No estoy seguro de que, como se ha defendido a partir de F. de Saussure, padre de la lingüística moderna, la heterogeneidad e infinita variabilidad de la parole (habla) haga imposible su análisis sistemático. De lo que no hay duda es de que sobre los usos hablados, propios y ajenos, todo el mundo opina, sin que parezca importar que, al resultar imposible acceder directamente a la conciencia lingüística individual, no es posible averiguar si las diversas actitudes de los hablantes influyen, y en qué medida, en la conducta colectiva. En el caso del andaluz, a ese impedimento de carácter general se suman factores específicos, casi todos vinculados al aislamiento y bajo nivel cultural y comunicativo (por tanto, escasa capacidad para adoptar el registro adecuado a cada situación) de una parte significativa de la población hasta una época relativamente reciente, y -consecuencia de ello- a las notables divergencias internas, no sólo geográficas, sino también, y sobre todo, socioculturales,
Y, un obstáculo más, casi todo está por hacer desde la perspectiva sociolingüística, ineludible foco iluminador de cualquier aproximación al habla andaluza y a cualquier otra modalidad del español.
La extraordinaria heterogeneidad idiomática que se advierte entre los más de ocho millones y medio de personas que viven en la extensa zona que va desde Encinasola y Ayamonte a Pilar de Jaravia y Cabo de Gata, y desde Santa Eufemia a Tarifa, obliga a ponerse en guardia ante cualquier intento de caracterizar globalmente “el” andaluz como una variedad homogénea. Ni siquiera está claro que pueda calificarse de dialecto, algo aceptado por unos, negado por otros, y discutido por casi todos, porque prefieren desmarcarse de la cuestión con un depende (de lo que se entienda por dialecto, claro), o porque la estiman improcedente.
Nada tiene de extraño que, cuando se pregunta por la ubicación del estándar del español, Andalucía no aparezca entre las variadas respuestas, que lo sitúan en el centro y norte peninsular (sin precisar, o identificándolo con el de alguna provincia o ciudad concreta, como Valladolid, Salamanca, Madrid…), en algún país hispanoamericano (como Colombia, Venezuela, México…), etc.
Así pues, para conseguir el necesario nuevo retrato lingüístico, hay que empezar por replantearse la realidad misma de la Andalucía actual, que ha dejado de ser la región atrasada, pobre y con elevados índices de analfabetismo en la que los dialectólogos se han venido centrando, y en la que aún hoy algunos, que la ven depositaria de su autenticidad, parecen empeñados en seguir anclados. El crecimiento imparable de la competencia idiomática (oral y escrita) y comunicativa de una parte cada vez más amplia de los andaluces permite afirmar que, sin perder un ápice de identidad, se encuentran plenamente integrados como partícipes activos en la inmensa comunidad de centenares de millones que comparten una de las contadas lenguas de cultura del mundo.
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1. Es una obviedad que cualquier lengua viva (que se usa) no cesa de variar, y únicamente vive en –no con-sus variedades. Que los andaluces hablamos español, nuestra lengua propia, a nuestro(s) modo(s) es algo que puede decirse igualmente de burgaleses, canarios, chilenos… ¿En qué dirección han variado y varían las hablas andaluzas? Es lo que intentaré mostrar.
Es conocido que hasta hace bastante menos de cien años, aproximadamente el 70% de la población andaluza no sabía leer. Al acabar el siglo XX, todavía quedaban un 6% de analfabetas y un 3% de analfabetos, y más del 62% no había pasado de los estudios primarios, porcentaje este último que ascendía hasta un 93% en el sector de las mujeres con más de 50 años. El creciente dominio del código gráfico compartido por los centenares de millones de hispanohablantes ha impulsado y acelerado el progreso de la competencia oral, al atenuar la disgregación y actuar como la fuerza más poderosa de nivelación de una modalidad muy inestable. No merece la pena detenerse en las (escasas) “propuestas” para “escribir en andaluz”, sin viabilidad práctica alguna, que producirían los efectos contrarios.
2. Pese a que no hay ningún rasgo singular de pronunciación que todos los andaluces compartan o sea exclusivo de ellos, su poliédrica fonética se reconoce con facilidad. No lo impide el que, por ejemplo, César y cesa o censor y sensor sean realizados como [ceza, cenzó] por los ceceantes y [sesa, sensó] por los seseantes, que muchos no hagan (no hagamos) ni lo uno ni lo otro, y que no falten quienes alternan diversas realizaciones de modo casi aleatorio, sin olvidar que en boca de los heheantes (o jejeantes) [caha] puede referirse a casa, caza o caja.
Desde un punto de vista estrictamente lingüístico no cabe hablar de sonidos mejores (ni peores), ni, por supuesto, sostener que un idioma o variedad es superior (o inferior) a otro(s) u otra(s) por el número de unidades fónicas de que se vale.
El crecimiento imparable de la competencia idiomática (oral y escrita) y comunicativa de una parte cada vez más amplia de los andaluces permite afirmar que, sin perder un ápice de identidad, se encuentran plenamente integrados como partícipes activos en la inmensa comunidad de centenares de millones que comparten una de las contadas lenguas de cultura del mundo.
Pero como el lenguaje es el hecho social por antonomasia, no todos los hábitos articulatorios tienen igual estimación. Algunos son “rechazados” fuera y dentro de la región: realizar como “aspirada” la muda inicial de higo o la intervocálica de casa (o caza); pronunciar de igual modo [regorbé]tanto revolver como devolver; etc. La diferente valoración de un mismo hecho no va ligada a la geografía, y ha de explicarse socialmente que “los de Madrid” se rían de los andaluces, que los sevillanos y gaditanos se burlen de los cordobeses y granadinos que abren las vocales finales (aunque ello permita distinguir el singular del plural en los sustantivos –nene/nenE– y la tercera persona de la segunda en el verbo –tiene/tienE-), que “los de ciudad” se mofen de los pueblerinos (sin que resulte fácil discernir los usos “urbanos” de los “rústicos”); etc.
3. Pero no sólo, ni siquiera principalmente, debe dilucidarse el peso que tiene o se le asigna a cada uno de tales fenómenos fónicos.
Lo que pasa es que la morfología no parece ser decisiva para la caracterización. No abundan las peculiaridades, y algunas de las señaladas no están, ni mucho menos, generalizadas, ni gozan de aceptación: la discordancia ¿uhtede también se vai? En la parte occidental; la forma verbal compuesta fuera+pp (si yo fuá htao ayí no fuá pasao eso), que se encuentra dentro y fuera de Andalucía; el uso concordado de haber (y así habíamos cuatro), muy extendido por todo el dominio hispánico, y que en Hispanoamérica aparece incluso en la escritura (“como no habían medios de transporte, el éxodo se intentaba a pie”, escribe García Márquez); etc.

La destreza para construir discursos, donde verdaderamente ha de buscarse la “calidad” de una actuación idiomática oral (y también de la escrita), constituye la asignatura pendiente del estudio del español coloquial en general, por lo que de casi ningún hecho sintáctico puede afirmarse con seguridad que sea exclusivo o peculiar del andaluz. Los gramáticos apenas se han ocupado de los recursos de empleo general propios de las situaciones de inmediatez comunicativa (por más que bastantes de ellos pasen a formar parte también de las distantes y formales), como el empleo de para que+Subjuntivo, no como expresión de “finalidad”, sino para frustrar o abortar el propósito previsible (Para que se gane él ese dinerito, me lo gano yo), la “parcelación” del esquema interrogativo (¿tú que quiereh / que me quede ehperando to´l día?), el sentido nada tautológico de yo, si ehtoy con una persona, ehtoy con una persona (reacción de una actriz famosa a las dudas sobre su fidelidad insinuadas por el entrevistador), etc. ¿Por qué? Entre otras razones, porque no se pueden abordar sin tomar en consideración la prosodia, otra cuestión sin explorar, y de no fácil indagación. Ninguna secuencia es un enunciado real hasta no quedar enmarcada en el específico esquema entonativo (nunca “neutro” o no marcado) que configuran el ritmo, las pausas, las inflexiones melódicas… En la escritura, el lector ha de recuperar y activar el ideado por el escritor. No se trata de una estructura superpuesta (“suprasegmental”) ni “complementaria”, puesto que siempre (y a menudo de modo concluyente) contribuye -en solidaridad con los esquemas constructivos, y, obviamente, las piezas léxicas que los rellenan- a conformar el sentido. No hace falta decir que la máxima explotación de la actuación conjunta sintáctico-prosódica (o prosódico-sintáctica) se lleva a cabo en la modalidad de uso en que precisamente se fijan los que se ocupan de las variedades. En efecto, si no siempre la prosodia consigue resolver la ambigüedad que puede llegar a provocar la relajación fonética (la secuencia ¿qu´alavasénsarsa? ´¿qué la vas a hacer, en salsa?´ se cuenta como chiste, pero podría oírse realmente; e ¡yyonoibasená! fue interpretada -soy testigo- por el receptor como ´¡y yo no iba a cenar!´, cuando lo que había querido decir quien había sido “explotado” durante todo el día por su anfitrión era ´¡y yo no iba a hacer nada!´), sin el contorno melódico adecuado es imposible desentrañar el sentido, que incluso puede ser inverso al literal: ¡no habla ná! ´no para de hablar´, ¡tendráh queha de mí! ´no tienes ningún motivo para quejarte de mi comportamiento´, ¡anda qu´á tardao musho en deharla! ´no ha tardado nada en dejarla´, ¡anda que no se l´ó disho vese! ´se lo he dicho muchísimas veces´, etc.
Aunque es arriesgado adjudicar un esquema constructivo a una modalidad concreta, no deja de ser significativo que R. Lapesa inicie el epígrafe que dedica al andaluz en su Historia de la lengua española con la afirmación de que lo que verdaderamente “lo opone al habla castellana” es “su entonación, más variada y ágil, y el ritmo, más rápido y vivaz”.
4. ¿Y el léxico? Lo dicho a propósito del Proyecto VITALEX, limitado a una comarca granadina, vale para toda la región andaluza. Aunque, más que comparar la realidad actual con la reflejada en el ALEA, importa adoptar una serie de precauciones, sin las cuales es aventurado atribuir una expresión al andaluz.
Para empezar, ha de comprobarse su extensión, dentro y fuera de Andalucía, y su verdadera vitalidad real. Son escasísimos los andalucismos empleados (o ni siquiera conocidos) en toda la región, y muy abundantes las disparidades léxicas, aunque sin llegar al atomismo que se desprende de frases como “en mi pueblo se dice…” y similares que continuamente se oyen, pues en la mayoría de los casos estamos ante “apropiaciones indebidas”.
Pese a lo que comúnmente se cree, apenas pueden aducirse arabismos o gitanismos propios o genuinos, de ahí que casi siempre se recurra a argofifa, argofifá (aljofifa, aljofifar), y a camelo, camelá o gachí, gachó.
Tampoco va a contribuir mucho a perfilar el léxico actual de las hablas andaluzas el empeño -tan estéril como “patriótico”- en rescatar palabras como que daleao (considerado “superior” o más “expresivo” que ladeado), jardazo o aviaoh, perseguido por campañas como las recientes NO NI NÁ yHABLA TU ANDALUZ.
Hay que preguntarse por qué buena parte de las voces recogidas en el ALEA o en el Tesoro léxico de las hablas andaluzas han caído en desuso, y bastantes son desconocidas por la mayoría de los andaluces. Abro al azar el segundo por la página 344 [desde entamo a entinguirillar], y no me “suenan” más que entavía y ente(d)anoche, meras deformaciones vulgares de todavía y anteanoche.
Los numerosos inventarios provinciales, comarcales y locales están llenos de presuntas “perlas preciosas” que, en realidad, nada tienen de singular. En el Vocabulario del Nordeste Andaluz. El habla de las Sierras de Segura y de Cazorla (2001), de A. F. Idáñez de Aguilar, editado por la Diputación Provincial de Jaén, figura perrilla (en cambio, no la perra gorda o grande), la moneda de cinco céntimos (de la “antigua” peseta) así llamada (o perra chica)en todas partes, con la que en mi infancia -que transcurrió en un pueblo sevillano muy alejado de esas Sierras- se podía comprar lo que ahora cuesta más de un euro. En otra publicación leo que en una localidad cuentan con regorvé [la esquina] y con regorbé (´vomitar´)”, entre las que no encuentro más diferencia que la meramente gráfica (v/b).
Peor aún es que se quiera hacer pasar por algo peculiar lo que no son más que acortamientos o deformaciones de vocablos de empleo común, como porvarea (polvareda). He aquí las entradas de la letra “U” del citado Así hablamos (también) el español andaluz, de M. González Salas: ucalistos ´eucaliptos´, Ugenio ´Eugenio´, Ulogio ´Eulogio´, Uropa ´Europa´ y unponé. Y este mismo autor, en su Diccionario del habla sevillana (2007) asigna a ca un triple “significado”: an ca Manué ´en casa de Manuel´, ca uno eh ca uno ´cada uno es cada uno´ y ¿ca disho? ´¿qué ha dicho?´ (en este caso, con su plural [sic], ¿can disho? ´¿qué han dicho?´). Ya puestos, podría haber agregado toda la serie de elisiones y alteraciones en encuentros vocálicos: m´a ío ´me he ido´, m´a pegao ´me ha pegado´, s´a cansao ´se ha cansado´, ¿t´ah dao cuenta? ´¿te has dado cuenta?´, etc.
Nadie está en contra del humor, pero poca gracia hace al andaluz que lo identifiquen, más que con el “gracioso”, con el payaso, que tiene la “obligación” de hacer reír. Y la risa, no se olvide, lejos de implicar connivencia y complicidad, es recurso terapéutico de distanciamiento.
El análisis del léxico, en que sobran subjetivismo y dispersión y faltan rigor y congruencia, está, pues, muy necesitado de filtro y criba, y es manifiestamente mejorable.
5. Se comprende que casi siempre se acabe regresando a la fonética, porque si bien es claramente insuficiente para conocer el habla andaluza, se cree que es válida para reconocerla. Lo que pasa es que, además de que se “reconoce” no una, sino varias formas de pronunciar, mientras no se deje de fijar la atención casi exclusivamente en lo diferencial (en realidad, en lo que separa al andaluz del norte y centro de la Península) y se examine también lo común con (las) otras modalidades, la imagen fónica del andaluz seguirá siendo limitada, sesgada y confusa.
Nadie está en contra del humor, pero poca gracia hace al andaluz que lo identifiquen, más que con el “gracioso”, con el payaso, que tiene la “obligación” de hacer reír. Y la risa, no se olvide, lejos de implicar connivencia y complicidad, es recurso terapéutico de distanciamiento
Como se ha dicho, se acaba tropezando con esa especie de aporía de imposible resolución en que ha acabado convirtiéndose el hecho de que lo que ha sido y continúa siendo base de la descripción y caracterización del andaluz, se descarta para su valoración. En la citada reunión de Granada (noviembre de 2019), salvo unas pocas intervenciones que trataron de cómo son percibidas las modalidades meridionales de la Península por otros hispanohablantes -a lo que me referiré en seguida-, casi todos los participantes (incluidos los que impartieron las Conferencias de apertura y clausura) se ocuparon de lo que se viene analizando desde los comienzos de la Dialectología andaluza: distinción s/z y seseo, que avanzan; ceceo (y heheo o jejeo), en claro retroceso, al igual que la “aspiración” de la inicial de hacer [jasé]; diversas realizaciones o caída de la –s implosiva (cahco[h] o cacco[h] ihtórico; la ciudade andaluza); relajación del sonido representado gráficamente como j -o g ante e, i– (caha, hente); etc. A algunos de estos rasgos fonéticos precisamente vinculan -implícita o explícitamente- el mal llamado “complejo de inferioridad” quienes creen que “aquí se habla mú má” o que “la gente es “mú mal hablá”, y son igualmente los dejados al margen por los convencidos de lo contrario, como el cordobés Juan Valera (“aunque los andaluces pronuncien mal el español, le [sic] hablan muy bien”) o, mucho después, el gallego Gonzalo Torrente Ballester (“en Andalucía es donde mejor se habla el castellano, quitando la pronunciación”). Lo mismo, pero sin prescindir de nada, opinaba el sevillano Manuel Machado: “en Andalucía, y sobre todo en Sevilla se habla el mejor castellano, el más rico y sabroso castellano del mundo», un «mundo” que, para él, empezaba en Despeñaperros y terminaba en el Cantábrico, quedando fuera América y Canarias, donde viven nueve de cada diez hispanohablantes.
¿Cómo casar con este último parecer la permanente obsesión por la “dignificación” del andaluz, presente hasta en los títulos de algunos libros, como La dignidad del habla andaluza (2018), cuyo subtítulo es tan largo como pretencioso: La obra definitiva para conocer la belleza y singularidad de una de las hablas más hermosas e influyentes en todo el mundo hispanoparlante? Mª Nieves López González, su autora, es consciente de que no lo tiene fácil: “El habla andaluza ha sido ridiculizada durante siglos, estereotipada por el tópico de la chacha graciosa, del fullero simpático o del analfabeto ramplón”. No parece percatarse de que de eso mismo, ya veremos por qué, se ríen también los andaluces que no quieren reconocerse en ni ser reconocidos por tales hábitos articulatorios.
6. Lo que no va a ayudar a conocer las hablas andaluzas, y sí conducir casi siempre al dislate, es su sobrevaloración a costa de ocultar (o ignorar) la realidad. No estoy pensando en publicaciones en las que no merece la pena detenerse, como El idioma [sic] andaluz (2018), cuyo autor, Miguel Heredia, con “varias novelas de fantasía pendientes de publicación”, quizás siga derrochando imaginación al defender que “el andaluz, con sus 25 vocales [sic], que el pueblo maneja en el día a día de su comunicación verbal, nada tiene que ver con el español”. Pero Sí en otras, como El andaluz, vanguardia del español (2018), en que Manuel Rodríguez -con un argumento contrario- defiende que las hablas andaluzas constituyen la avanzadilla del español, por “contar sólo con 17 fonemas consonánticos, frente a los 19 del castellano”, ya que prescinde de los representados por z/c (nada dice de que es la que mantienen los ceceantes) y ll. Aparte de que no todos los andaluces son yeístas, al haber islotes en que se distingue cayó de calló (he aquí lo que, con nítidas palatales laterales, me acaba de decir una antigua amiga de Olivares, localidad del Aljarafe sevillano: “con la pandemia ehta no sargo pa ná; ehta mañana bemo ío al mercaíLLo, pero bemo-htao un ratiLLo ná má”), y de que sólo sesea aproximadamente un tercio de ellos, no cae en la cuenta el autor (Doctor en Filología y Catedrático de Lengua) de que, por tal razón, en la “retaguardia” no quedaría más que una exigua minoría de los hispanohablantes, o de que aún más “avanzados” serían los que pronuncian de igual modo -como “aspiradas”- las de lah antigua peheta, caha de cartón o higo.
Algunos de los libros citados han sido acogidos en la Editorial Almuzara, en la que también han ido apareciendo, entre otros, La lengua [sic] andaluza (2010), de Tomás Gutier (por Gutiérrez), cuyo largo subtítulo no tiene “desperdicio” (Lengua romance que toma como base el latín de la Bética y que se difunde a otros pueblos de la Península Ibérica durante los siglos de Al Ándalus), o las dos entregas del Palabrario andaluz (2007, 2009), de David Hidalgo. Y parece decidida a ofrecernos la serie completa de Diccionarios de las hablas por provincias (hasta ahora, además del de la sevillana, ya citado, han aparecido el de la malagueña [2006], de Enrique del Pino, y los de la granaína [sic] [2008] y almeriense [2011], ambos de Alfredo Leyva), como si cada una de las ocho constituyera un reino de taifa lingüístico con “personalidad” propia.
Esta osadía a la hora de editar y publicar escritos que, en lugar de contribuir al conocimiento de las hablas andaluzas, más bien lo enturbian, no es de ahora. Entre 1980 y 1981 apareció –al parecer, como parte de un ambicioso proyecto enciclopédico- un sorprendente Diccionario andaluz biográfico y terminológico (tengo en mis manos dos volúmenes, el “V” [Terminológico: Abadejo-Azzanbugâr / Biográfico: Abárzuza–Azobaidí] y el“V.” [Voc. -en el interior “Terminológico”- Baba de buey-Ezachar / Vol. Biog. Bacarisas-Eulogio de Córdoba], y tengo entendido que salió un tercero, que abarca las letras F/K), dedicado “al pueblo andaluz”, cuya resignación trata de “convertir en rebeldía”. Entre los miembros del Consejo [o Colectivo] de Redacción y los colaboradores figuran Licenciados en Historia, Filosofía, Filología Clásica, Filología Románica, Ciencias Políticas, un abogado, un escritor, un ensayista, además de fotógrafos y diseñadores, y es director de la obra Antonio Medina Molera, que figura en el segundo como “Historiador”, si bien también es Licenciado en Teología por la Universidad de Comillas y en Filosofía por la de Sevilla. No entro en la parte “biográfica” de la obra, que el máximo responsable se apresura a tildar de “polémica”, aunque habría que preguntarse sobre los criterios de selección. Por ejemplo, por qué se dedican 13 páginas a Alberti (como a Averroes) y bastantes menos a V. Aleixandre, por qué Almutamid o Aben Quzmán ocupan el doble de espacio que Mateo Alemán, etc. La sección “terminológica” constituye un desbarajuste, por el desconcierto que produce en el que se la consulta. Pese a que en las cinco páginas de “Introducción” las palabras lenguaje (en combinaciones diversas, alguna tan llamativa como “longicidad [sic] del lenguaje”), lengua, idioma, lingüista, lingüístico, léxico, vocablos, voces, términos, etc. aparecen hasta 50 veces, sólo dos de las 600 referencias bibliográficas tratan específicamente de usos idiomáticos: el Vocabulario andaluz (1951), de Alcalá Venceslada, y el ALEA, dirigido por M. Alvar (1961-1973), y para decir que “no dejan de ser magnas recopilaciones ampliamente documentadas y de muy variada utilidad, e insuficientes”, ya que a sus autores “no pareció guiarles un propósito de identidad”. La búsqueda de lo identitario parece ser, en efecto, el objetivo primordial de este Diccionario, en el que no caben más afirmaciones sin sentido o disparatadas. He aquí un simple botón de muestra. Al tratar de precisar su modo de abordar “la identidad de Andalucía”, se afirma que se van a destacar “las parcelas más problemáticas y avanzando en los aspectos [sic] y etnia sociológica, histórica y cultural no indoeuropea”. Y se insiste: “el lingüista que quiera conocer el lenguaje [sic] de la nación [sic] andaluza deberá estudiar de forma simultánea las costumbres, instituciones y formas culturales de la misma, más cuando ésta no tiene mucho que ver con lo conocido por indoeuropeo, ni responde a las estructuras de una lengua determinada, por ejemplo, el árabe culto, el castellano de Góngora o el actual”.

7. Como se ve, no va a resultar fácil liberarse de la representación distorsionada -por tanto, falsa- del andaluz, y sustituirla por otra adecuada y auténtica.
No se trata de averiguar sólo o preferentemente cómo se comportan los acompleja(d)o(s). Tampoco de intentar saber por qué otros parecen “convencidos” de hablar el mejor español del mundo. Son los escalones intermedios entre esos “dos” presuntos o supuestos grupos extremos los que han de proporcionarnos la imagen idiomática real de Andalucía.
Cuanto más se enmascare el andaluz bajo la difusa careta de lo andaluz, más costará desentrañarlo. Algunos miembros del PRoyecto para el Estudio de las Creencias y Actitudes hacia las Variedades del ESpañol en el siglo XXI (PRECAVES XXI) que participaron en la reunión granadina a la que aludí al principio, tras la pregunta habitual ¿dónde se habla mejor el español? (improcedente, pues no es una cuestión de espacios, sino de hablantes), piden a los encuestados que puntúen del 0 al 6 cada una de estas cualidades: áspera / suave, monótona / variada, rural / urbana, lenta / rápida, confusa / clara, desagradable / agradable, complicada / sencilla, distante / cercana, dura / blanda, aburrida / divertida, fea / bonita; después, que digan si la zona es retrasada / avanzada, aburrida / divertida, extraña / familiar, fea / bonita; y, finalmente, si consideran su cultura [sic] tradicional / innovadora, pobre / rica, distante / cercana, [poco] interesante / [muy] interesante. Como era de esperar, en los resultados (casi clónicos) obtenidos a partir de un número exiguo (y de nivel homogéneo) de informantes (universitarios canarios o de Barcelona, jóvenes mallorquines, estudiantes peninsulares de fuera de Andalucía, etc.), afloran los tópicos y estereotipos conocidos. Los andaluces salen “ganando” desde la óptica afectiva (son agradables, cercanos, extrovertidos, ingeniosos, graciosos, divertidos…), pero “pierden” claramente cuando se aplica el prisma cognitivo: vagos, retrasados, incultos, confusos, no de fiar (la fama de engañadores y hábiles embaucadores a que antes me referí)… No faltan los que llegan a decir que “no se les entiende”, e incluso son tildados por alguno de poco inteligentes.
Es una forma de proceder que, por supuesto, no se aplica exclusivamente al andaluz. Leo en un informe reciente que el acento francés acaba de ser desposeído del título de idioma “más sexy del mundo”, al ser superado por el inglés británico (no el americano), y les sigue el italiano. No me pregunten por los procedimientos y baremos para alcanzar tal conclusión.
Cuanto más se enmascare el andaluz bajo la difusa careta de lo andaluz, más costará desentrañarlo
8. Dado que no es posible describir (todo) el andaluz ¿de qué andaluces interesaría conocer en primera instancia sus modos de hablar (incluidos los de pronunciar), y en qué orden los de los restantes? ¿Por qué los que más han atraído a estudiosos y eruditos son los menos “contagiados” (con preferencia, los que apenas hayan salido de su localidad de residencia), que suelen coincidir, en general, con los menos favorecidos, y no sólo económicamente?
A lo segundo es fácil contestar. Se piensa que son los conservadores y guardianes de la genuina “autenticidad” expresiva, por lo que se hallarán más singularidades léxicas y fonéticas, sin que llegue a importar demasiado que muchas de ellas no son más que meras deformaciones derivadas de la acentuada distensión, relajación e inestabilidad articulatorias (entavía ´todavía´). Ahora bien, aparte de lo discutible que es tal creencia, resulta patente que, a medida que la región ha ido progresando y prosperando en todos los sentidos, ese sector “popular” se ha ido adelgazando, hasta ser minoritario, por lo que su “representatividad” ha ido disminuyendo, y difuminándose la conciencia de ser lingüísticamente desleales o de traicionar algunas pautas del comportamiento idiomático.
Para lo primero no tengo respuesta. No quedan en Andalucía muchos hablantes de un solo registro, esto es, que hablen siempre de un único y mismo modo. En la medida en que lo ha ido posibilitando la competencia que han ido alcanzando, han conseguido adaptar su conducta lingüística a la situación, modificándola según a y con quién[es] hablen, dónde lo hagan, de qué traten… Ya sé que todas las fotos saldrán algo movidas, pues la imposibilidad de precisar los parámetros y circunstancias que van determinando la acomodación al entorno impiden obtener una fija. Pero nada es simple en las actuaciones lingüísticas. He aquí un ejemplo ilustrativo.
Con ocasión del “Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer”, una cadena de televisión programó el 25 de noviembre de 2019 un debate en el que participaron dos andaluzas (Anabella Estévez, víctima de maltrato y hoy activista contra la violencia machista, y Juana Ignacio Paz, psicóloga del Instituto de la Mujer de la Junta de Andalucía) y una extremeña (la conocida abogada Cristina Almeida), además de un jurista del centro peninsular, que apenas intervino. Ninguna era seseante ni ceceante, y las tres (aunque con diverso grado de frecuencia e intensidad) “aspiraban” o perdían ciertas consonantes implosivas o finales (en particular, la –s), “elidían” bastantes –d- intervocálicas, realizaban de manera relajada la j,etc. De la boca de las tres fueron saliendo debe sé[r], emocioná[l], lah cosa[s], mah complica[d]o, ehtá, máh-ayá, loh-operadore hurídico, lah casa d´acohida, muhere superadora, loh problema d´Ehtao, abandoná[da], emocioná[da], avanza[d]o, mah complica[d]o, loh-uhga[d]o[s] ´los juzgados´, trabahá[r], pareha sesuá[l] (´sexual´), tus-iho… Pero ahí acaban las coincidencias con los informantes de los que suelen extraer los datos los dialectólogos. A estos, por supuesto, no ha interesado indagar cómo se habla en los debates radiados o televisados, cómo se expresan los profesores en clase… En realidad, tampoco se han ocupado de la conversación espontánea, pues sus pesquisas, insisto, no han pasado de escudriñar los sonidos y las palabras de que se sirven ciertos hablantes, sin llegar a observarlos “en acción”.
9. La principal razón por la que hay que dejar de limitar la indagación al comportamiento de los usuarios hasta ahora “privilegiados” por los estudiosos tiene que ver con los cambios estructurales que se han producido en la Comunidad Andaluza a lo largo de los últimos decenios, a lo que me referí al principio. Aunque parcial y relativa, la notable modernización de Andalucía (que a los políticos gusta enumerar: “primera”, “segunda”…) requiere un diagnóstico que deje de descansar exclusivamente en lo diferencial. Si en todos los terrenos es necesario tal cambio de enfoque, en el de los usos idiomáticos es urgente hacer saltar la parálisis que supone el anclaje en la etapa inicial de la dialectología. Un resumen telegráfico de lo hasta aquí dicho puede ayudarnos a ver hacia dónde camina la variación del andaluz.
En el campo del léxico, la suma de la progresiva caída en desuso de particularismos (regionalismos, localismos), muchos de ellos por referirse a un mundo ya inexistente (entamar, greda, barzón, enjero, tenilla…, y tantos de los recogidos en el Tesoro de las hablas andaluzas), y la incorporación creciente de los mismos neologismos que se adoptan en los demás dominios del español (por ejemplo, la avalancha de anglicismos en esta era de las fake–news, como light, short, footing, sexy, selfie, whatsapp, tuit -y tuitear-, wifi, on–line, youtube, web, coach, hacker, marketing, friqui, hall, hobby, gay, pendrive, flash, brunch…), contribuye a la nivelación interna y externa.
En el gramatical -en el que Andalucía no es tan “diferente”-, el aumento incesante del número de hablantes que se “liberan” de lo que no tiene aceptación (habemos muchos así; si yo lo fu[er]á sabí[d]o; etc) también reduce la heterogeneidad del andaluz y recorta la distancia que lo separa de (las) otras variedades del español.
Disminuye también el número de los que se “aferran” a rasgos fonéticos de escaso prestigio: heheo, ceceo, arcarde, etc. Sobre todo, se atenúa lo que, sin duda, constituye el factor de mayor riesgo de desestabilización fonética, la marcada relajación, alteración y pérdida de sonidos, que, si no llega a provocar más problemas en la captación del sentido, es por la simplicidad de los mensajes transmitidos por los que menos posibilidades tienen de liberarse de tal práctica articulatoria. Ante mi gesto de estupefacción al oír ¡laláqu´acaíohtanoshe! (´¡vaya helada que ha caído esta noche!´), emitida a la velocidad del rayo, mi interlocutora creyó que lo que se me había “escapado” era sólo el primer sustantivo, por lo que me propuso un sinónimo: ¡lalá…la pelúa!
10. ¿Supone tal proceso nivelador alguna “pérdida”? No, porque difícilmente se echa en falta o de menos lo que simplemente es peso muerto. Más bien, se “gana”, pues bastante de lo que se incorpora aporta beneficios, derivados de apoderarse de los medios que permiten disfrutar de las infinitas posibilidades que se abren con el aumento de la competencia en una de las pocas lenguas de cultura del mundo.
Si bien la explotación de recursos “nuevos” en la oralidad es diferenciable de la que se lleva a cabo en la escritura, el desarrollo en ambas es paralelo y con continuos vasos comunicantes. No estoy diciendo, entiéndase bien, que procedimientos constructivos de la segunda se trasladen, sin más, a la conversación cotidiana. Nadie se arriesga a ser rechazado por “hablar como un libro”. La prácticamente ilimitada recursividad lingüística de la que nos servimos al escribir o en actuaciones orales formales (creo que Juan no sabía que su padre y su hermano habían vendido la casa que le dejó el abuelo) en muy escasa medida aflorará en el coloquio familiar espontáneo. Ni se recurrirá a nominalizaciones de la complejidad de, por ejemplo, su disgusto ante el abandono de la carrera por parte de su hijo menor no le dejaba dormir. Construcciones similares a la desesperación y el desconsuelo que en algunos barones del PSOE están produciendo los continuos desencuentros entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias o a en todos, pero sobre todo en los jóvenes, se percibe que la pandemia empieza a generar una creciente ansiedad permanecerán, claro es, recluidas, o casi, en los géneros textuales elaborados. Lo contrario es más frecuente. Así, algunos marcadores discursivos, como el resumidor total, o ciertas antífrasis (¡anda que ha tardado bastante en dejarla! ´¡no ha tardado nada en dejarla!´) pasan a menudo a determinadas clases de escritos, literarios o no.
En el ámbito del vocabulario disponible es aún más patente la orientación niveladora. Las voces para referirse a lo concreto y material no son abandonadas más que cuando los objetos y actividades que designan han desaparecido. Pero con la “conquista” (y activación en sus actuaciones “corrientes”) de centenares –miles- de expresiones, como paz, razón, libertad, cultura, calidad, trayectoria, forma, reunión, conferencia, salidas profesionales, grado de complejidad, exhausto, excesivo, breve, simple, reflexionar, desentrañar…, cada vez más hablantes se van desanclando (“liberando”) del limitado mundo de la vida diaria y práctica, y ampliando su horizonte, no sólo comunicativo, sino, sobre todo, cognitivo. Neurólogos, psicólogos, antropólogos y filósofos saben que el papel del lenguaje resulta decisivo en el desarrollo de los procesos mentales al multiplicar las posibilidades de entender la realidad, de atrapar el mundo y de “crear” otros nuevos. Es verdad muy engañosa la de que no todo el mundo “necesita” hacerse con los mismos medios idiomáticos. Las “necesidades”, en sentido estricto, son muy pocas, pero infinitas las aspiraciones. Que estas se hagan realidad depende de la capacidad de aprovechar las oportunidades, pero para eso es preciso que se presenten. Es tiempo perdido discutir acerca de si “debería” conservarse (o rescatarse) alcancía -o arcansía– y zarcillos -o sarsiyo– (que, por cierto, no son vocablos “andaluces”) y desterrar hucha (es más que probable que pronto los niños no precisen introducir monedas en ningún sitio para ahorrar) y pendientes. Lo que importa es que cuantos tienen alguna responsabilidad en la educación y en la tarea de hacer progresar la sociedad (o sea, todos) deberían (deberíamos) ocuparse (ocuparnos) de que la enseñanza -y la instrucción idiomática, en particular- se encargara de que no quedara nadie sin “necesitar” constantemente hacerse con voces nuevas y con todo lo que la lengua ofrece para superar las restricciones constrictivas. Que los andaluces se “despojen” de lo que (sea o no “andaluz”) carece de prestigio contribuye decisivamente a conseguirlo. Se lamentaba una maestra de que no servía de nada esforzarse en enseñar a los alumnos a decir tijeras y todavía mientras en sus casas oyeran ehtihera y ent(o)avía. Pues estaba equivocada. Claro que “sirve”. La escuela ganará esa y otras mil batallas. Porque no conozco a nadie, sea andaluz, palentino u hondureño, que desaproveche las ocasiones de obtener ventajas.
11. Siempre queda agarrarse al clavo de la autenticidad, que, además, parece conceder licencia para acusar de traidor -al menos, de desleal– a todo aquel que se aparta de lo genuino o tradicional. Pero hay que acabar soltándolo, porque quema demasiado. En los usos lingüísticos no hay acuerdo posible acerca de qué requiere juramento de fidelidad, pero, desde luego, no tiene por qué ser siempre lo viejo o antiguo. No hay otro criterio para evaluar la caída de un uso idiomático o la irrupción y avance de otro nuevo que su contribución o no al logro de la máxima eficiencia comunicativa.
12. Avergüenza tener que insistir en lo que casi es una vulgaridad. Si bien sustancia y forma son imprescindibles en el lenguaje, el “alma” del hablar no puede estar en ni depender de su aspecto “corpóreo”. El componente que verdaderamente importa, el inmaterial, ha de ser buscado, como todo lo recóndito y profundo, más allá de la cáscara fonética.
Los andaluces se “indignan” porque en el teatro, el cine y los medios de comunicación se hace hablar en un “andalú” muy marcado, generalmente exagerado y artificial (rasgos fónicos carentes de prestigio, términos arcaicos que muy pocos utilizan…), a las “chachas”, labriegos rústicos y catetos en general, para así tener garantizados los efectos cómicos. Y aunque llama la atención que un famoso presentador de televisión, “harto” de que le pregunten siempre lo mismo, confiese que no piensa “quitarse” su acento o deje andaluz, pero sí está dispuesto a “limarlo un poco”, a nadie parece importar saber qué es ese “poco”.
Sin embargo, esos andaluces enfurecidos se ríen de lo mismo. Y es que la risa no tiene por qué implicar la connivencia y la complicidad de los receptores, sino que actúa como terapéutico recurso distanciador, para dejar constancia de que “eso no va conmigo, a mí eso no me pasa”.
Andalucía no es ya la que era. Está a años luz de la situación de aislamiento, incomunicación, atraso y analfabetismo que se refleja en un registro que ya no es, ni mucho menos, el representativo. Bienvenidas sean todas las estadísticas, pero no son necesarias las encuestas ni los sondeos para percatarse del ascenso continuado e imparable de la competencia oral de un número creciente de andaluces, cuyas conversaciones han dejado de limitarse a las faenas agrícolas (más bien desconocidas para la mayor parte de la población), domésticas, etc. Hace tiempo que viajan por España y por todo el mundo, oyen (gracias a los medios audiovisuales y las nuevas tecnologías) a hispanohablantes de los lugares más diversos de ambos lados del Atlántico, y a los que se expresan en otros idiomas, que tratan de aprender. Mi abuelo no “tuvo que” usar nunca el vocablo Universidad (ni universo o universal), que, en cambio, he tenido que emplear a diario. En contrapartida, hoy algunos niños (a no ser que lo aprendan en granjas-escuelas) tardan en enterarse de dónde proceden la leche y los huevos que diariamente toman en casa. Nada de esto es algo peculiar de la región andaluza.
A (todos) los que viven (vivimos) en esta Andalucía que -como decía Alfonso Guerra, refiriéndose a toda España, en los comienzos de la Transición- ya “no la conoce ni la madre que la parió”, no se les (nos) pueden seguir endosando giros y expresiones de los que pocos (a veces nadie) se sirven y hábitos articulatorios que muchos hasta rechazan. Por supuesto, no es el caso del seseo, al que el político sevillano no ha renunciado, ni ha tenido por qué hacerlo, por más que en una reciente entrevista radiofónica, en la que reconocía (tó eso son sesione ´todo eso [que me acaba de decir] son cesiones´) las no pocas cesiones que su partido había tenido que hacer para llegar a gobernar en coalición, me obligara a un momentáneo esfuerzo inferencial adicional.
Andalucía no es ya la que era. Está a años luz de la situación de aislamiento, incomunicación, atraso y analfabetismo que se refleja en un registro que ya no es, ni mucho menos, el representativo. Bienvenidas sean todas las estadísticas, pero no son necesarias las encuestas ni los sondeos para percatarse del ascenso continuado e imparable de la competencia oral de un número creciente de andaluces, cuyas conversaciones han dejado de limitarse a las faenas agrícolas (más bien desconocidas para la mayor parte de la población), o domésticas.
13. Afirma M. Alvar Ezquerra en el “Prólogo” del citado Tesoro léxico de las hablas andaluzas que “lo general en español es también lo más nuestro que poseemos [los andaluces]”. No en el léxico, sino en todo, el nuevo retrato lingüístico de Andalucía no puede seguir destacando exclusivamente lo diferencial y distinto, cuando es más, muchísimo más, lo común con las demás variedades del español.
Los apóstoles y predicadores de la “dignificación” del andaluz, como remedio para superar el denominado complejo de inferioridad, deberían empezar por observar y analizar las razones de tal sentimiento (que no complejo) fuera de unos usos lingüísticos, que dicen “defender”, pero que ni ellos mismos practican.
Lo maravilloso del lenguaje reside en su capacidad para expresarlo todo, sin impedir la posibilidad de la multiplicidad interpretativa. No se puede luchar por el habla de “nuestro” pueblo sin saber, por ejemplo, si tienen empeño en mantener un determinado hábito articulatorio todos los que lo practican, o cuántos se sirven en realidad de una expresión “propia”. Y no me refiero a los casos llamativos, como la voluntad de desembarazarse de la total palatalización de la vocal a, que suena como e (s´[h]á ío a trabahé al [h]ohpité ´se ha ido a trabajar al hospital´), de los que viven en la llamada “Andalucía de la E” (donde confluyen las provincias de Sevilla, Córdoba y Málaga), fenómeno que Dámaso Alonso calificó hace tiempo de “pintoresco”, o a la tendencia a terminar con la distinción de la pronunciación de cayó y calló en los reductos donde permanece (“ya sabes que aquí hablamos mú má, decimos caballo, silla…, y que no me se pué quitá”, me reconocía hace poco alguien del Aljarafe sevillano). Al igual que los que abandonan el ceceo o la discordancia uhtede (se) vai, el que “voluntariamente” deja una parte de su deje lo hace porque le trae cuenta, sin afligirse por ello, de igual modo que no se rebela contra una operación quirúrgica gracias a la cual recupera la salud.
Insisto, no se es desleal ni se traiciona nada ni a nadie al adoptar algo que no se tiene que “adquirir”, porque es propio. Ni siquiera es “ajena” a los andaluces la “reposición” en ciertas situaciones de la –s implosiva o final, barómetro utilizado para dictaminar que alguien habla fino, pero que también vale para tildar de finolis a quienes lo hacen “fuera de lugar” Otra cosa es que no siempre dé igual la solución adoptada. En los tiempos de pandemia en esto escribo, oír en un medio de comunicación a un responsable político andaluz “La situación eh preocupante, loh caso siguen creciendo y vamoh a tené una semana dura” me ha hecho dudar acerca de si lo que nos esperaba era una o varias semanas de sufrimiento.
¿Cuándo y por qué algo resulta o no “forzado” o no espontáneo? Como en todo comportamiento social, no hay una respuesta. Aunque no plenamente consciente, el hablante –“libremente”, no por sugerencia de ninguna Institución- suele buscar -y encontrar- en cada situación la opción más adecuada, que casi siempre coincide con la más “ventajosa”.
Una “innovación” puede acabar por fijarse o estabilizarse, como ocurre cuando un ceceante (que llega a igualar salsas y zarzas en [zarza]) se pasa al seseo (con lo que tampoco se evita la indistinción) o a no igualar censor y sensor. Sé de lo que hablo, pues en mi infancia, en el pueblo sevillano de Martín de la Jara, fui ceceante, seseé durante la [pre]adolescencia, transcurrida pasada en Estepa (también en la provincia de Sevilla), y posteriormente me “convertí” en distinguidor.
Pero las fluctuaciones, más o menos esporádicas u ocasionales, pueden persistir, por motivos diversos. No tiene sentido la polémica acerca de si los profesionales de los medios de comunicación audiovisuales públicos deben expresarse o no “en andaluz”, sin aclarar primero en qué consiste. Cada presentador o conductor de un espacio informativo o de entretenimiento, de radio o televisión, advierte cuándo le conviene frenar ante un semáforo en rojo y acomodarse -hasta cierto punto- a la pronunciación “estándar”, en qué circunstancias le interesa o no importa demasiado saltárselo en ámbar, etc.
Todo es gradual en una actuación idiomática, hasta su carácter público o privado. Lo ilustraré con dos experiencias personales.
En la boda de un cordobés, hijo de un buen amigo, con una malagueña, todos los testigos de uno y otra, al leer un breve texto preparado para la ocasión o improvisar unas palabras de recuerdo o felicitación, “reponen” las –s implosivas o finales. Dejan de hacerlo, tras la ceremonia, en la charla distendida durante la posterior celebración.
Asisto a la proyección de un documental sobre un viaje (para mí, inolvidable) a Irán, con guion elaborado y leído por una de las dos autoras, ambas sevillanas. Ni un solo rasgo fonético “andaluz” aflora en su dicción. En la conversación que sigue, le “salen” todos (por supuesto, “desaparecen” las –s, o las “aspira”).
Hasta en la conversación cotidiana, la alteración de alguna circunstancia contextual (la simple presencia de un interlocutor desconocido, por ejemplo) puede hacer que un hablante andaluz se amolde, en mayor o menor medida, al nuevo “medio” ambiental.
14. Quiero acabar volviendo a la escritura. El hecho de que, por fin, casi todos los andaluces puedan verse reflejados en el mismo espejo gráfico que los demás centenares de millones de hispanohablantes no es algo que pueda despacharse de un plumazo. De no existir el Archivo de la Palabra, los textos de los hermanos Machado no podrían ser identificados como escritos por andaluces si no supiéramos que en Sevilla nacieron. Pero no necesitamos disponer de grabaciones de conversaciones espontáneas de otros dos hermanos, también sevillanos (de Utrera), Joaquín y Serafín Álvarez Quintero, para afirmar que ni de lejos hablarían como los personajes de su teatro. Ahora bien ¿cómo convencer, a los andaluces y a los que no lo son, de que ninguno de ellos debe considerarse “paradigma” del habla andaluza?
Pese a que, en una intervención televisada reciente, el conocido humorista Manu Sánchez (condecorado por la Delegación del Gobierno de la Junta de Andalucía en 2018) arranca con la afirmación de que el problema de los andaluces es “que somos pobres y no nos conocen”, a la que siguen otras no menos “serias”, las reacciones de los telespectadores que van apareciendo en la parte inferior de la pantalla apuntan en la misma dirección: “qué pechá de reí -dice uno- me estoy dando con el gran maestro Manu Sánchez, y recordando a Chiquito de la Calzada”. No, no va a ser fácil que nos conozcan, y que nos conozcamos, si no logramos disponer de la imagen real de nuestras formas de hablar, y sabemos exportarla.
A modo de recapitulación
El extenso capítulo dedicado a la “Historia del andaluz” en El español hablado en Andalucía, de A. Narbona, R. Cano y R. Morillo (3ª ed. 2011), se abre con la advertencia de que “muestra grandes oscuridades”. La trayectoria de la corta dialectología andaluza es, en cambio, bastante fácil de trazar.
Puesto que no puede llevarse a cabo globalmente la descripción y análisis de los usos hablados (de los escritos nada especial cabe decir) de (todos) los andaluces, había que seleccionar cuáles, es decir los de quiénes, cuando se dirigen a o hablan con qué interlocutor(es), al tratar de qué, en qué situación(es) comunicativa(s)… Que la atención se haya fijado exclusiva o preferentemente en actuaciones del coloquio familiar mantenido por las clases “populares” cuando privadamente conversan sobre lo práctico e inmediato en el registro utilizado en la calle o en el mercado, nada tiene de particular, pues es ahí donde más fácilmente se puede hallar lo (peculiar y distintivo) que se busca. Incluso se entiende (la perspectiva histórica lo apoya) que, salvo en unos pocos fenómenos puntuales, la confrontación se haya establecido a menudo única o básicamente con el “castellano” del Centro y Norte de la Península.
Detectar diferencias y “singularidades” en los ámbitos de la pronunciación y del vocabulario no ha resultado muy difícil. Pero, al mismo tiempo, han ido aflorando múltiples divergencias internas, y, por más que se haya puesto algo de sordina, no se puede ocultar que no hay un rasgo fonético privativo o particular que todos los andaluces compartan o sea sólo del andaluz, y cuesta señalar algo exclusivo en el léxico.
En cambio, son muy escasas las peculiaridades gramaticales, casi ninguna de ellas extendida por toda la región, y rara es la que goza de general aceptación.
La resistencia de los dialectólogos a dejar de observar sólo a “informantes” poco “contagiados” (por otras variedades) y ampliar el espectro ha hecho que la imagen lingüística obtenida se haya ido alejando de la real, pues cada vez menos son menos y, por tanto, menos representativos los usuarios que no se expresan más que en un único y mismo registro, hasta acabar teniendo un carácter poco menos que residual.
Un nuevo retrato lingüístico de Andalucía que refleje su realidad idiomática actual va a poner de manifiesto la atenuación de su heterogeneidad interna y el acortamiento de la distancia que la separa de (las) otras modalidades del español, y también que nada de eso ha supuesto pérdida de autenticidad ni de identidad.
Para alcanzar esa foto de las maneras de hablar de los andaluces del siglo XXI, que poco tienen que ver con las de los que vivían en el momento en que arranca la preocupación seria y rigurosa por conocerlas, no basta con remover los procedimientos de indagación. Hace falta también desarrollar y explotar las posibilidades abiertas por la perspectiva sociolingüística, de mayor relevancia que la que busca diferencias espaciales o geográficas, y, sobre todo, partir de una visión que contemple el universo total de las variedades (orales y escritas) de uso en que vive toda lengua, y atinar con la ubicación de cada una de ellas en el seno de una línea virtual que es única y gradual. En uno de los extremos de la misma se situarían aquellas en que confluyen al máximo los parámetros que reflejan la total connivencia y complicidad entre los interlocutores, y en el otro, aquellas en que ocurre lo contrario. El dibujo del habla andaluza resultante del anclaje de los estudiosos en el primero, el de la inmediatez o máxima proximidad comunicativa, que ha acabado por arraigar y difundirse como prototípico, cada vez resulta más distanciado del comportamiento lingüístico de la mayoría de los andaluces, capaces de desplazarse, en mayor o menor medida, a lo largo de esa raya imaginaria que terminaría en el polo opuesto de la distancia comunicativa.
De eso se trata, de saber cómo se deslizan (todos) los andaluces a través de los variados escalones intermedios de tal escala. No se logrará enmascarando el andaluz bajo la difusa careta de lo andaluz. Tampoco, preguntándoles si creen hablar el mejor español, o simplemente bien, mal o regular, de un modo agradable y cercano, o más divertido y bonito… que (los) otros, etc. Tampoco la fama atribuida a los andaluces de vagos, retrasados, incultos, confusos, etc. puede hacerse descansar en los usos idiomáticos. En las trescientas páginas de La infame fama del andaluz, de A. del Campo (2020), dedicadas al “estereotipo del andaluz como hábil embaucador”, no hay casi ninguna alusión al habla. Pero está claro que la reputación de “carente de estimación”, falsa e infundada, no va a empezar a cambiar mientras no se consiga, y es urgente, un nuevo retrato lingüístico de Andalucía.
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